Recuerdo con mucho cariño el primer campamento de verano al que me llevaron mis padres cuando tenía 11 años. Fue en Rascafría, un pueblecito de la Sierra de Guadarrama, muy cercano al superturístico monasterio del Paular. En las afueras del pueblo, justo enfrente del monasterio, hay unas instalaciones muy aparentes, distribuidas a partes iguales para un albergue juvenil y para una residencia. Es en esta última ala, donde en verano se organizan campamentos y donde por primera vez en mi vida pasé las vacaciones fuera de casa ¡y sin mis padres!
Los mejores campamentos de verano en Madrid
Cuando me llevó mi madre al campamento el día de la llegada, ciertamente creía que me estaba abandonando. ¡Qué mal trago! Yo no era precisamente el más popular del colegio y no estaba acostumbrado a convivir con tantos niños durante dos semanas enteras. El caso es que cuando los padres se marcharon, los monitores nos separaron en varios grupos, dividiendo a niños y niñas por edades, y distribuyéndonos por orden alfabético en unos enormes dormitorios, donde por lo menos nos alojábamos unos 50 niños en cada uno. Nunca había dormido en una litera, así que me hizo mucha ilusión que me tocara la parte de arriba. Mi compañero de abajo no recuerdo cómo se llamaba, pero parecía tan asustado como yo, así que no tardamos en hacernos amigos. Según nos explicó Juancho, el monitor (de él si recuerdo el nombre), durante las próximas dos semanas tendríamos que ser uña y carne con nuestro compañero de litera, casi como dos hermanos de sangre. Había que velar el uno por el otro y ayudarnos en todo lo que pudiéramos. El primer día lo terminé de pasar colocando la ropa en mi taquilla, llevando los colchones a las literas y haciéndome la cama. ¡Qué difícil es hacer la cama en una litera!
El segundo día comenzaron las actividades, que cada mañana colgaban en un tablón a la puerta de cada dormitorio. La jornada comenzaba a las 9, cuando nos obligaban a pasar primero por la ducha y la verdad es que al principio me daba mucha vergüenza, porque nunca me había duchado fuera de casa. Después el desayuno, que era como a mí me gustaba, con un gran vaso de colacao con galletas, que siempre me sabían a poco. Y luego, a eso de las 10 teníamos dos horas de clase de inglés y de conocimiento del medio. Te explicaban muchas cosas que en el colegio nunca te enseñan: cómo reconocer los árboles, cómo diferenciar las pisadas de los animales, cómo hacer nudos y ese tipo de cosas. A las 12 nos daban un bocadillo y un zumo y después teníamos otras dos horas de juegos en los que me hice superamigo de mi equipo de «sioux». Y es que cada dormitorio pertenecíamos a una tribu india. La segunda noche incluso nos bautizaron en una ceremonia alrededor de una hoguera, y me entregaron un amuleto, en el que desde entonces luzco con orgullo mi segundo nombre: «viento del norte». El caso es que los sioux éramos unos cracks y en casi todos los juegos de equipo solíamos ganar. Acabábamos tan cansados, que estábamos deseando que llegaran las 14,30 para que nos dieran el «rancho». Dicho así parece peor de lo que era, pero no, resulta que se comía muy bien, y además si te quedabas con hambre podías repetir. Como éramos unos dormilones, después de la comida teníamos hora y media de silencio para que quien quisiera se echara la siesta.
Juancho nos despertaba otra vez a las cinco, para las dos horas vespertinas de clase. Más inglés (¡qué rollo!) y trabajos manuales, ¡qué divertido! Aprendí a hacer mogollón de cosas, desde figuras alucinantes con simples palillos, hasta jarrones de cerámica y castillos de madera. Luego venía el teatro, ya que teníamos que preparar una obra para el día de la despedida, cuando estarían presentes todos los padres para descubrir los listos que eran sus niños. Después nos daban otro bocata y a continuación teníamos alguna excursión, donde descubríamos los árboles que habíamos aprendido por la mañana o nos enseñaban a disparar con arco. Un día nos enseñaron a guiarnos por el monte y otro incluso instalaron una tirolina. Cuando regresábamos a la residencia íbamos derechitos a cenar y después solían montar alguna hoguera para hacer más juegos, hasta que a eso de las 11 estaba tan cansado que solía irme de los primeros a dormir. Recuerdo que una noche, cuando ya estábamos todos dormidos, Juancho entró corriendo a la habitación gritando ¡gammusinos!. Yo no sabía qué pasaba ni que eran los gammusinos, pero encendieron todas las luces y nos dijeron que en cinco minutos teníamos que estar vestidos en el patio y cada uno con su linterna. Como creíamos que era una broma, al principio no le hicimos caso, así que tuvo que volver para decirnos que nadie se podía quedar en la residencia. Pues ala, en plena noche y todo el grupo paseando por el monte buscando gammusinos, que según nos decían eran unos animalejos con muchos dientes. Mi compi decía que eso era una tontería, que un primo suyo también había ido de campamento y lo de los gammusinos lo decían para meternos miedo. Pero entonces apareció gritando un monitor de otro dormitorio, que decía que le habían mordido y la verdad es que tenía sangre y una mordedura en el cuello. Las niñas del grupo de al lado comenzaron a correr hacia la residencia y los sioux nos partíamos de risa por una mordedura tan mal pintada.
Pues así se me pasaron las dos semanas volando. El día de la clausura teníamos la obra de teatro tan bien ensayada, que estábamos deseando que llegaran los padres sólo para lucirnos. La verdad es que me hubiera quedado encantado otras dos semanas más y lloré mucho cuando me separé de mi tribu. ¡Ojalá pudiera repetir campamento y vivir de nuevo como un sioux!
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