Experiencias

Mi experiencia en un campamento de verano en Mallorca

Creo que tenía sólo 9 años cuando mis padres me convencieron para que pasara el verano en un campamento en Mallorca, concretamente en Capdepera. Bueno, realmente no se trataba de convencerme, porque mis padres tenían muy claro que el mes de julio me enviaban de campamento. Eso de ir de campamento no me sonaba mal del todo, porque los últimos veranos habíamos ido la familia al completo de camping, y lo de montar la tienda y vivir por un tiempo en el campo me había encantado. Lo que ya me sonaba peor es eso de viajar solo, y más aun tan lejos de Madrid. Los padres disponen… y como yo siempre he sido un niño muy obediente, supongo que pensaría que disfrutaría igual que mis veranos de camping.

Los mejores campamentos en Baleares

Total, que durante las dos semanas previas me dediqué a acompañar a mi madre a comprar el «uniforme oficial», que si no recuerdo mal, era un pantalón corto azul y una camiseta roja, además de un listado de prendas más, que mi abuela tuvo que marcar pacientemente con etiquetas a mi nombre. Se trataba de que en la lavandería del campamento pudieran identificar cada prenda cuando organizaran las coladas.

Mi primer viaje a Mallorca ¡en avión!

Bueno, pues el día acordado, allí estaba vestido con mi uniforme y acompañado por mi mami en el aeropuerto de Barajas. La organización del campamento nos había citado para despedirnos de nuestros padres hasta la vuelta y tomar un avión a Palma de Mallorca, cosa que me hacía muchísima ilusión, porque sería mi primer viaje en avión, ¡y encima a una isla! Fue muy chulo volar sobre las nubes y ver Mallorca desde el cielo.

En el aeropuerto de Palma nos esperaba un grupo más de niños que acababan de llegar de Barcelona. No fue difícil reconocerles porque iban vestidos igual que nosotros, y con todas las cosas que se dicen entre Madrid y Barcelona, al final resulta que me hice más amigo del grupo catalán que del de Madrid. Bueno, el caso, que ya reunidos los dos grupos, nos subieron a dos autobuses y nos llevaron a Capdepera, que ciertamente ahora no sabría ni situarlo en el mapa de Mallorca. El campamento se celebraba en un colegio, donde lógicamente ya habían terminado las clases. Lo digo porque cuando llegamos nos tocó quitar los pupitres de las aulas y montar las literas, cosa que fue una auténtica paliza. Menos mal que después de nosotros venía otro turno más en agosto, así que les tocaría a ellos volver a dejar todo en «modo colegio».

Después de la paliza del día de llegada, a la mañana siguiente nos contaron todo lo que íbamos a hacer a lo largo del mes y cómo sería el día a día en el campamento. Realmente no me imaginaba que un mes diera para tanto: entre cine, teatro, manualidades, visitas por la isla, días de playa y clases de todo tipo, el mes prometía pasarse rápido. Todos los días teníamos un par de horas de clase con una profesora muy divertida que nos enseñaba cosas relacionadas con el mar y la isla, a identificar animales y pájaros, sus huellas, sus cacas y sus nidos. Una vez a la semana nos dividían por grupos y organizaban una gimkana, escondiendo pistas por los alrededores del campamento. Durante la semana siguiente, el grupo que ganaba tenía el privilegio de entrar los primeros al comedor y ser homenajeado por todos los demás. El caso es que mi grupo no ganó nunca, así que me quedé con la duda de saber lo que se sentía siendo tan «popular». Bueno, gimkanas no ganaríamos, pero los partidos entre madridistas y culés solíamos ganarlos todos. Y es que mis amigos Jordi y Marc eran más de baloncesto que de fútbol

Muy cerca del campamento había una playa, donde solían llevarnos varias veces por semana. Tuvimos mala suerte con el tiempo, porque recuerdo muchos días en los que ondeaba la bandera roja y los monitores se esforzaban para que no entráramos al agua. Yo no entendía por qué un día de sol no me podía bañar, así que a veces me escabullía para mojarme al menos los pies en la orilla y siempre había algún monitor que me regañaba y me obligaba a volver con el grupo. En la playa solían organizar juegos como el pañuelo o el voley playa, y montaban unas carpas, donde solíamos comer con unas bolsas que traían a modo de picnic. A la vuelta al campamento llegaba el turno de las duchas, aunque como las instalaciones del colegio no eran muy grandes, las organizaban en dos turnos, e incluso ponían duchas al aire libre en uno de los patios traseros. A mí me encantaba estar al aire libre, así que solía salir a ducharme al patio.

Después venía la cena, para la que sí que había un comedor bastante grande, donde teníamos que coger una bandeja metálica con huecos e ir a una barra donde nos la llenaban hasta arriba. Los primeros días echaba en falta la comida de mi madre, pero al final me acostumbré a comer así y esperaba sobre todo a que llegara el domingo, que era el día de la paella. Tras salir del comedor nos sentábamos por grupos en unas escaleras en el patio principal del colegio, donde cada grupo jugaba a decir tonterías y la mayoría de los días terminábamos cantando. Cada monitor tocaba algún instrumento y el nuestro, concretamente una guitarra, con la que nos enseñó muchas canciones. Aprendí tantas, que tuve repertorio durante años para castigar a mis padres por deshacerse de mí durante un mes.

Otro día nos llevaron a las cuevas del Drach y a la fábrica de perlas de Majorica, y otro más a una granja donde dimos de comer a los animales y nos enseñaron a ordeñar a las vacas. El último día nos llevaron a un horno para recoger unas ensaimadas que la organización nos regaló para nuestros padres, y ya en el aeropuerto tuvimos que despedirnos los dos grupos. El pobre Marc se puso a llorar como una magdalena porque decía que quería venirse conmigo a Madrid y yo le prometí que iría a visitarle a Barcelona, cosa que después de mucho insistir a mis padres, pude cumplir a los dos años. Pero eso ya es otra historia…

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